La luz del sol me rompe. Me inunda los ojos con un dolor indescriptible. Quizá, sea yo, otro lector de sueños arrojado en un mundo que desconozco, pero que es, absolutamente mío.
La luz del sol me enrojece los ojos hasta la sangre.
Detrás de los días grises, sin embargo, se esconde una escalofriante fascinación, que comparto con otros seres solitarios como islas. Islas invisibles, que en ocasiones deambulan, cuando todos duermen o se protegen del frío y de la lluvia.
El drama de las islas es que jamás dejan de ser islas. No sueñan con levantar banderas comunes o defender una causa. Cada isla lleva su color, bien marcado y diferente.
Los días grises y de llovizna, son para las islas solitarias, la apoteosis.
La luz del sol me rompe. La luz del sol me enerva. La luz del sol me pone triste. Y eso le pasa a todas las islas del mundo. Las islas son como los lectores de sueños, o como los seres solitarios.
Cuando el sol brilla con una fuerza del infierno, continentes de hombres y mujeres salen a las calles y a las plazas y a las playas, como si se tratase de una revolución. Los colores entran en fusión, los olores se confunden y apestan y las voces conforman una bola de ruido insoportable.
Entonces me repliego, hasta que las nubes espantan a las masas jocosas, y a la violenta luz del sol, que me rompe. Me hago ovillo hasta que los días grises vuelven.
Imagen:
Erica Hopper